sábado, 7 de marzo de 2009

Un ritual familiar

La señora Josefita, era una mujer analfabeta, curandera y mística que vivía en una casita modesta del centro de Barcelona, estado Anzoategui, en Venezuela. Mamá-ita, como muchos la llamaban, murió de un cancer raro a la edad de 53 años, el 19 de diciembre de 1981.

Seguramente ella sabía desde hacía un buen tiempo que estaba enferma, sin embargo no se lo había dicho a ninguna otra persona, quizas por pudor. La familia conoció su verdadero estado cuando ya no había nada más que hacer el animal, como ella le decía, había invadido todo su vientre. Yo apenas supe que estaba enferma cuando fuí a visitarla al hospital pocos días antes de su muerte.

Para el velorio, sus nueve hijos estuvieron de acuerdo en acomodadarla en la primera sala de su propia casa. Después de todo ese lugar era conocido en todo el barrio y se le podía entrar desde la calle por tres puertas diferentes. La puerta principal se encontraba en toda la esquina y constaba de una serie de peneles de madera altos casi hasta el techo que se recogían a los lados de la entrada dejándola bien abierta, las otras dos, mas pequeñas y situadas a ambos lados, permitían el acceso por dos calles diferentes, la calle Sucre y la Pedro Camejo, respectivamente. Ese era un lugar estratégico, porque permitía ver lo que estaba pasando dentro de la casa a todo el que pasara por delante.

Pero eso ella lo sabía, porque en vida era ahí donde recibía a sus visitantes para despojarlos y curarlos con sus rezos antes de dejarlos entrar o salir de la casa. Recuerdo que en ese lugar estaba la imagen de un hermoso guerrero alado que después conocí con el nombre de San Miguel Arcángel, recuerdo también que ahí no se podía jugar por respeto a la vela que siempre estaba encendida.

Fueron muchas las veces que me tuvieron que llevar ahí, sobre todo cuando me enfermaba de mal de ojo. Había que cerrar los ojos y quedarse quieto mientras ella murmuraba algo que parecía una oración al mismo tiempo que posaba su mano tibia sobre tu frente y acariciaba tu cabeza despojándote de todas las malas influencias. Sólo después de esos cinco minutos, podía irme a jugar libremente con las gallinas y los pollitos al patio de atrás, mientras mi mamá se quedaba discutiendo con ella y las otras señoras.

Mucha gente pasó por delante de la casa durante el día y la noche, vecinos, amigos, personas agradecidas de sus favores, todos pasaron para llorar un poco y dar el pésame a sus hijos y familiares.

Ya era de tardecita y ahí estábamos mis primos y yo, todos entre siete y once años, contentos porque mientras los adultos estaban ocupados, nosotros podíamos quedarnos hasta tarde en la calle jugando pelota. Hubo un momento en que me alejé de los otros para recojer la pelota y magnetisado por el ruido de los rezos me acerqué a ver a la difunta. Me fui aproximando paso a paso, hasta quedar cerquitíca, hablando con ella en mi mente y rezando al mismo tiempo por si acaso. Guardé por largo tiempo la imagen que vi cuando me acerqué a la urna.

Ahora le tocaba a Mamá-ita quedarse quietecita. estaba en el centro de la pieza, metida en una urna de caoba laqueada con bordes y agarraderas metálicas. Ella era una mujer mestiza, entre india y morena, le habían recogidos sus cabellos negros en una larga cola de caballo que pasaba por su hombro izquierdo, estaba vestida con una bata blanca. Era como si se había quedado dormida, estaba mejor que cuando la vi en el hospital, parecía restablecida. Hubiese podido decir que todo estaba bien en ella, con excepción de dos tapones de algodon blanco que sobresalían de sus fosas nasales y parecía que la asfixiaban.

Debían ser las diez de la mañana del día siguiente, cuando salimos con la procesión hasta el cementerio. Todo pasó muy rápido. Sus hijos, familiares y y demás íntimos ibamos adelante, acompañados de una banda marcial, de los vecinos y también de algunos curiosos. El Sol brillaba intensamente y aunque comenzaba a hacer calor, pegaba una brisita fresca de vez en cuando.

Como en una especie de ritual familiar secreto los varones adultos de la familia se turnaron para cargar orgullosos la urna durante todo el trayecto. Salimos de la casa, subimos tres cuadras por una calle esctrechita y empedrada dándole la vuelta a la plaza Bolívar hasta pasar por delante de la iglesia. Luego descendimos directo por la calle principal, también empedrada, atravesando el pueblo de Este a Oeste.

Cuando llegamos al cementerio, el sacerdote que venía con nosotros dirigiendo la procesión desde la casa, volvió a rezar pidiendo paz por su alma. En ese momento el tiempo volvió a transcurrir y volví a escuchar a la banda que tocaba su música. En unos segundos la urna se cubrió de tierra, minutos después la tierra quedó cubierta de cemento.

Algunos aprovecharon para llorar por última vez, otros para rezar, yo buscaba en mi cabeza algún bonito recuerdo para llenar el vacío que había dejado la abuela Josefita.

Dos días después me enfermé otra vez del bendito de mal de ojo...

1 comentario:

Silvia dijo...

Hola Saucisse! me encanto tu relato, como siempre la forma en que narras las cosas me convierten en una expectadora más que en una lectora...

Gracias


Cariños


Silvia

Vivan lo suficiente para encontrar al bueno. Mientras tanto protéjanse !