La
señora Josefita, era una mujer analfabeta, curandera y mística que vivía en una
casita modesta del centro de Barcelona, estado Anzoategui, en Venezuela. Mamá-ita, como muchos la llamaban, murió
de un cancer raro a la edad de 53 años, el 19 de diciembre de 1981.
Seguramente
ella sabía desde hacía un buen tiempo que estaba enferma, sin embargo no se lo
había dicho a ninguna otra persona, quizas por pudor. La familia conoció su
verdadero estado cuando ya no había nada más que hacer el animal, como ella le decía, había invadido todo su vientre. Yo
apenas supe que estaba enferma cuando fuí a visitarla al hospital pocos días
antes de su muerte.
Para
el velorio sus nueve hijos estuvieron de acuerdo en acomodadarla en la primera
sala de su propia casa. Después de todo ese lugar era conocido en todo el
barrio y se le podía entrar desde la calle por tres puertas diferentes. La
puerta principal se encontraba en toda la esquina y constaba de una serie de
peneles de madera altos casi hasta el techo que se recogían a los lados de la
entrada dejándola bien abierta, las otras dos, mas pequeñas y situadas a ambos
lados, permitían el acceso por dos calles diferentes, la calle Sucre y la calle
Pedro Camejo, respectivamente. Ese era un lugar estratégico, porque permitía
ver lo que estaba pasando dentro de la casa a todo el que pasara por delante.
Pero
eso ella lo sabía, porque en vida era ahí donde recibía a sus visitantes para
despojarlos y curarlos con sus rezos antes de dejarlos entrar o salir de la
casa. Recuerdo que en ese lugar estaba la imagen de un hermoso guerrero alado
que después conocí con el nombre de San
Miguel Arcángel, recuerdo también que ahí no se podía jugar por respeto a
la vela que siempre estaba encendida.
Fueron
muchas las veces que me tuvieron que llevar ahí, sobre todo cuando me enfermaba
de Mal de ojo. Había que cerrar los
ojos y quedarse quieto mientras ella murmuraba algo que parecía una oración al
mismo tiempo que posaba su mano tibia sobre tu frente y acariciaba tu cabeza
despojándote de todas las malas
influencias. Sólo después de esos cinco minutos, podía irme a jugar
libremente con las gallinas y los pollitos al patio de atrás, mientras mi mamá
se quedaba discutiendo con ella y las otras señoras.
Pero
estas vez era diferente, mucha gente pasó por delante de la casa durante el día
y la noche, vecinos, amigos, personas agradecidas de sus favores, todos pasaron
para llorar un poco y dar el pésame a sus hijos y familiares.
Ya
era de tardecita y ahí estábamos mis primos y yo, todos entre siete y once
años, contentos porque mientras los adultos estaban ocupados, nosotros podíamos
quedarnos hasta tarde en la calle jugando pelota. Hubo un momento en que me
alejé de los otros para recojer la pelota y magnetisado por el ruido de los
rezos me acerqué a ver a la difunta. Me fui aproximando paso a paso, hasta
quedar cerquitíca, hablando con ella en mi mente y rezando al mismo tiempo por
si acaso. Guardé por largo tiempo la imagen que vi cuando me acerqué a la urna.
Ahora
le tocaba a Mamá-ita quedarse
quietecita. estaba en el centro de la pieza, metida en una urna de caoba
laqueada con bordes y agarraderas metálicas. Ella era una mujer mestiza, entre
india y morena, le habían recogidos sus cabellos negros en una larga cola de
caballo que pasaba por su hombro izquierdo, estaba vestida con una bata blanca.
Era como si se había quedado dormida, estaba mejor que cuando la vi en el
hospital, parecía restablecida. Hubiese podido decir que todo estaba bien en
ella, con excepción de dos tapones de algodon blanco que sobresalían de sus
fosas nasales y parecía que la asfixiaban.
Debían
ser las diez de la mañana del día siguiente, cuando salimos con la procesión
hasta el cementerio. Todo pasó muy rápido. Sus hijos, familiares y y demás
íntimos ibamos adelante, acompañados de una banda marcial, de los vecinos y
también de algunos curiosos. El sol brillaba intensamente y aunque comenzaba a
hacer calor, pegaba una brisita fresca de vez en cuando.
Como
en una especie de ritual familiar secreto los varones adultos de la familia se
turnaron para cargar orgullosos la urna durante todo el trayecto. Salimos de la
casa, subimos tres cuadras por una calle esctrechita y empedrada dándole la
vuelta a la plaza Bolívar hasta pasar por delante de la iglesia. Luego
descendimos directo por la calle principal, también empedrada, atravesando el
pueblo de Este a Oeste.
Cuando
llegamos al cementerio, el sacerdote que venía con nosotros dirigiendo la
procesión desde la casa, volvió a rezar pidiendo paz por su alma. En ese
momento el tiempo volvió a transcurrir y volví a escuchar a la banda que tocaba
su música. En unos segundos la urna se cubrió de tierra, minutos después la
tierra quedó cubierta de cemento.
Algunos
aprovecharon para llorar por última vez, otros para rezar, yo buscaba en mi
cabeza algún bonito recuerdo para llenar el vacío que había dejado la abuela
Josefita.
Dos
días después me enfermé otra vez del bendito Mal de ojo...
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